La lectura de este libro nos convence de que la misericordia de Dios es como un océano sin fin. Esta cualidad divina, no es algo que Dios ejercite alguna vez sino que es permanente, y esa misericordia es la que nos sana. Todos arrastramos pesadumbres; la vida nos ha herido, caminamos enfermos y preocupados por nuestra sanación, vamos detrás de unos y otros; y, a pesar de ello, la tristeza nos acompaña. Somos, quien más quien menos, auténticos hijos pródigos, perdidos, sin rumbo. Conocer y estar completamente convencidos de que tenemos un Padre que nos está esperando con los brazos abiertos y lleno su corazón de infinita misericordia, es abrirnos a un horizonte venturoso. A nosotros solo nos queda tomar la decisión de volver a nuestro Padre, como lo hizo el hijo pródigo, para que su misericordia nos sane y nos libere.